Le cogí unos cuantos cigarros y una cerveza negra a mi padre, y yo y los hijos de los vecinos disfrutamos de mi lencería rosa mientras metía mis ensangrentados pies en el agua salada de la playa.
Fue una gran noche, aunque no era perfecta, apenas se veían estrellas en el cielo y había una horrible luna menguante, pero los detalles eran la menor de mis preocupaciones. Asqueada por la arena dando por culo entre los dedos de mis pies y soltando tacos cada vez que tropezaba con una piedra, me senté en la roca más grande de toda la playa, abrí mi lata de cerveza y me dispuse a olvidar mientras las olas mojaban mi cuerpo dejando margenes de tres segundos, después de cada ola una calada -así una y otra y otra vez-.
Acostumbrada a mi rubia, aquella cerveza alemana me llevaba rozando el cielo con la punta de la lengua para caer al vació y acabar besando la arena con cada inhalación y exhalación de un cigarro tras otro, estúpido vicio.
Solo se escuchaban las olas -ir y venir, ir y venir- todo tan calculado...tan exacto, que me hizo estremecer de arriba a abajo, eso, o quizá fue la brisa que conforme la noche avanzaba hacia notar su presencia cada vez con más fuerza. No tenia reloj, pero si la Luna tocaba el agua seria demasiado tarde o demasiado temprano para volver a casa, según como quieras mirarlo -hay tantas perspectivas-; el problema es que no podía distinguir cielo y mar, todo era negro. Un negro intenso.
Y me puse a pensar en ti, pero cuando estaba tirada en alguna playa al sur de España decidí dos cosas; la primera es que odio el tabaco y la segunda es que no eres digno de mención en esta entrada destinada a ser leída por algún aburrido pedofilo que busco "lencería rosa" en Google.
Luego me levante, entre en casa y me acosté llenando toda la cama de arena y pude decir -coño, hoy me siento de puta madre-.
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